Piscinas
Víctor López-Rúa

La incandescente voz de Dinah Washington y las imágenes de la continuidad de las piscinas se parapetaron tras ese muro profundo que esconde, al acecho, lo inconsciente. Un día, mucho después de que el adolescente olvidase aquel deslumbrante anuncio de Levi´s, viviendo tras una tapia, en esa zona difusa donde el asfalto reemplaza, por fin sosegado, el temblor de la ciudad por un sucedáneo de naturaleza, amanecí frente a uno de aquellos comprimidos océanos domésticos y “Mad about the boy” volvió a sonar. Entonces, Ned Merril, “El nadador” *, sonriendo a través de unos ojos translúcidos, apareció al borde del agua, con su altura de poste mojado y los brazos en jarra preparado para volver a sumergirse. Pero el impulso de sus músculos se paró en seco cuando la verdad y el miedo se tragaron todo el dorado optimismo de los cócteles, de los cuerpos bañados por el sol de mediodía. Porque la madurez llega sin avisar, al cambiar de acera y ver el otro lado en el abismo del reflejo de los escaparates.

Cuesta aceptar el mazazo. Desde entonces, como el paciente de dolor crónico, que lo sufre en tejidos y huesos ya curados, condenado a su pertinaz rebrote neuronal, sobrevuelo los laberínticos cultivos de la memoria sentenciado a perseguir escenas inconcretas que subsisten, envenenadas, a su aparente extinción. Peculiar comedia en que el peligro de discernir la realidad de la ficción aboca a sobrevivir ejerciéndose en el deporte de tirarse al vacío ¿Y, sin embargo, no podría ser el arte la cápsula de supervivencia que nos salva y nos propulsa para enfrentarnos con esa geografía plagada de minas? Ahí están Ned, los chapuzones al atardecer, reflejos de sueños hundidos en el fondo acuático, lo indigno e insoportable, el horror…

Lejos ya de cualquier extrarradio, en la firme y lúcida soledad del que se reencuentra, consumidos años de disimulo y de acelerones cuando pasaba por delante en el trayecto hacia mi casa, di un volantazo para penetrar en uno de los paisajes de mi juventud; escenario singular, centro de fuerzas expansivas, mundo escultor de corazones vivaces: mundo entre los mundos. Así, con la veneración del fiel que se adentra en terreno sagrado, descendí ceremoniosamente hasta la casa-club. Me asomé al mirador y volví a sentir la brisa del valle, a divisar los lejanos tejados resguardados por la monótona bruma. Justo bajo mi vista y elevado sobre su sencillez y rotundidad geométrica el gran chalet canadiense resistía varado en la colina, y la táctil cercanía de sus muros de madera multiplicaba la sensación de distancia sobre el mapa desplegado hacia el horizonte.

También pude maniobrar entre cosas rotas que aún conservaban mis huellas, percibir el eco del trasiego en los desvencijados vestuarios, recorrer los senderos donde todavía resonaba lo inconfesable. Pero todo aquel cosmos era un yaciente esqueleto que vibraba bajo mis pies: ¡los impecables jugadores de blanco, ingrávidos, corren hacia la desmantelada pista de tenis! una mujer de contorno impreciso abre una cancela con gesto amable… Oí, entrecortada, una risa contagiosa a la vez que el mullido corretear sobre la hierba, y el olor a cloro me hizo presentir la piscina. Inmensa y profunda: como la recordaba. Fue cuando la angustia lo ennegreció todo y sereno advertí que una sombra familiar, bajo el signo de saturno, cubría definitivamente el azul turquesa de las resplandecientes aguas de Hockney.

*The swimmer. Película de 1968 dirigida por Frank Perry y Sidney Pollack con Burt Lancaster en el papel protagonista. Está basada en el relato homónimo del escritor norteamericano John Cheever publicado en 1964.
¡Fantástico artículo!